LUCERO DEL ALBA
Abrí los ojos y la oscuridad más
absoluta se apoderó de mí. Entorné la vista en dirección a un débil haz de luz
que se escabullía por lo que parecía ser una rendija. Un dolor agudo me
taladraba la cabeza, y no recordaba nada de lo que había pasado. Tenía frío y
mis manos estaban entumecidas y húmedas. Olía realmente mal, una mezcla de
salitre y aceite de ballena. Tanteé en busca de algo, cualquier cosa que me
diera la más mínima idea de dónde me hallaba. Justo a mi lado pude reconocer unas
cuantas cajas de un tamaño considerable y a parte de unos cuantos fardos de
basta tela no encontré nada más a mi alcance. Así que me levanté, ignoraba la
altura del techo, y al hacerlo, di contra algo que, con gran estrépito, cayó al
suelo. Aterrizó justo encima de mi pie y di saltitos ridículos mientras me
mordía el labio ahogando un grito de dolor. Murmurando obscenidades contra
aquel dichoso objeto, lo cogí e hice que el rayito de luz que se colaba por la
pared desvelase su identidad. Casi boté de alegría cuando vi que tenía entre
mis manos un quinqué. Me costó encenderlo pero después de unos cuantos intentos
conseguí que una débil llama se prendiera. Mis ojos tardaron en acostumbrarse
al fulgor que brotaba de él. Hasta entonces no había sido consciente de que
aquella misteriosa estancia crujía al compás del vaivén de un sonido
amortiguado. Y entonces todo cobró forma. Entonces, me di cuenta. Me encontraba
recluso en la bodega de un barco.
A mi alrededor afloraba la
habitación. Descubrí una escalera que daba a una portezuela que, como suponía
estaba cerrada. Había allí objetos varios tales como un astrolabio, velas y
papeles esparcidos por el suelo, barriles de ron, más cajas con conservas,
algunos libros amontonados y un cañón. Las cajas que se ubicaban a mi lado
poseían, cada una, un letrero donde rezaba: “Pólvora”. Cogí un libro y lo
hojeé, había dibujos sobre marinería. Me disponía a volver a dejarlo en su
sitio cuando, con un sonido seco, se abrió la puerta. Me di la vuelta y delante
de mis narices se encontraba un tipo de gran tamaño y anchas espaldas, que
empuñaba una espada, llevaba el torso desnudo y en su desdentada sonrisa se
adivinaba que nada bueno iba a hacer conmigo. Empezó a bajar las escaleras,
mientras yo retrocedía lentamente. Pero mi amigo no venía solo, le seguía otro
hombre, más pequeño, aunque este último inspiraba incluso más respeto que el
desdentado. Antes de quedar inconsciente por el manotazo que me propinó el
primer tipo, el segundo dijo con un deje de solemnidad:
-
Le doy la bienvenida a bordo del Lucero
del Alba, mi señor- y se rió a carcajadas.
Lucero del Alba, bonito nombre, pensé.
PATRICIA CARRILLO
No hay comentarios:
Publicar un comentario